San Juan de la Cruz (1542-1591) es considerado el místico de la «noche oscura». La experiencia mística de Juan de la Cruz se entiende como un camino a través de la noche oscura de los sentidos, como un desprendimiento radical de nuestros apegos a las cosas de este mundo, como una dolorosa superación de nuestro egocentrismo, como una búsqueda de Dios sin forma, imagen ni figura.
Tal interpretación se basa en parte en la prosa del propio Juan de la Cruz, que comparaba su experiencia de Dios con la ardua ascensión a una montaña por un camino angosto y oscuro. Una vez alcanzada la cima, uno se encuentra de frente con la absoluta NADA, porque Dios está ausente, oculto (Deus absconditus), pues es el completamente Otro para nuestros sentidos, que permanece oscuro y elude cualquier intento de comprenderlo o «aprehenderlo». Entonces sólo queda clamar: «¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido?»
El poema habla de la «noche» de dos maneras. Por un lado, es la noche oscura de la salida «con ansias en amores inflamada ... / estando ya mi casa sosegada». Por otro lado, es la noche del feliz encuentro, al que se acude «sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía». Este guía, metáfora en última instancia de la «fe» en la noche oscura de la vida, era, sin embargo, «más cierto que la luz del mediodía». El punto culminante del poema se encuentra en la quinta estrofa, en la que se alaba especialmente la noche oscura del encuentro:
«¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!»
Incluso en una época como la nuestra, en la que sólo quedan restos secularizados o culturales del antiguo simbolismo de la fe, debería ser comprensible de qué noche oscura se habla aquí. Es la noche de Belén, la noche de la Encarnación, en la que tiene lugar «el maravilloso trueque»: Dios (el Amado) se unió con la naturaleza humana (la Amada) y así, en cierto sentido, con todo ser humano.
Para Juan de la Cruz, esta unión es algo así como la «condición de posibilidad» de nuestra vocación divina (deificatio). Por eso nos ha dejado esta sentencia de claridad meridiana: «Lo que pretende Dios es hacernos dioses por participación, siéndolo él por naturaleza, como el fuego convierte todas las cosas en fuego» (D 106). Esta transformación es un doloroso «proceso de purificación» que a veces conduce a experiencias de la noche oscura o de la ausencia de Dios. Pero el poema trata sobre todo del misterio de la Encarnación como «núcleo» de la fe cristiana y recomienda sólo ésta (sola fide) como camino hacia Dios.
El segundo poema con la noche como Leitmotiv o hilo conductor trata de «la fuente que mana y corre», es decir de la que fluyen las «caudalosas corrientes» de la gracia divina, «aunque es de noche». No sólo riegan «cielos» y «las gentes», sino también los «infiernos», como dice Juan de la Cruz en una estrofa atrevida. El universalismo de la salvación en la experiencia mística también da que pensar a la teología dogmática.
«Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente», nos dice el libro de la Apocalipsis 21,6. San Juan de la Cruz estaba convencido de que Dios llama a todas las criaturas a hartarse de este agua, «aunque a oscuras porque es de noche». En la noche oscura de la vida, conoce esta fuente únicamente por la fe, que «que es una hábito del alma cierto y oscuro» (2S 3,1).
La fe es cierta porque sabe cómo es Dios y, por tanto, es la que mejor puede conducirnos a Él: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Juan 4,16). La fe es, pues, «maravillosa» para quien se atreve a creer, porque –como la nube oscura y tenebrosa en el peregrinar de los hijos de Israel por el desierto– «es noche oscura, da luz al alma, que está a oscuras» (2S 3,6).
Aunque la luz de la Encarnación «brilla en la tiniebla« (Juan 1,5), la fe también es «oscura»: porque aquí en la tierra, en las condiciones de finitud, «aún es de noche» (2S 3,5), pero también porque habla de cosas «que nunca vimos ni entendimos en sí ni en sus semejanzas, pues no la tienen» (2S 3,3). Esta oscuridad de la fe forma parte también de la noche oscura o de la experiencia de la ausencia de Dios en la propia historia vital y el sufrimiento del mundo.
Aventurarse en la fe oscura
La Carta Apostólica «Maestro en la fe» (14 de diciembre de 1990), con la que el Papa Juan Pablo II abrió las celebraciones del cuarto centenario de la muerte de san Juan de la Cruz en 1991, habla de la noche oscura colectiva de nuestro tiempo, caracterizada especialmente por la experiencia de la ausencia de Dios debido a las catástrofes humanitarias y a las guerras, así como al repetido holocausto de tantos inocentes. Ante el retorno de la religión que se observa desde mediados de los años 1980, teólogos como Johann B. Metz diagnosticaron no sólo una «crisis de la Iglesia», sino también y sobre todo de una «crisis de Dios», que es también una forma sutil de su ausencia: está escondido bajo el manto del anhelo religioso-esotérico del presente, pero también en la profundidad de la historia de esperanza y sufrimiento de la humanidad.
La crisis actual de Dios es una «crisis de fe». Nos resulta difícil encontrar un camino de fe responsable entre la Escila del agnosticismo creciente de muchas personas de buena voluntad y la Caribdis del cristianismo-aleluya de evangélicos y carismáticos católicos. San Juan de la Cruz nos recomienda asumir el riesgo de una fe «cierta», pero también «oscura» como camino hacia Dios. Ésta no es capaz de responder a preguntas como la que el teólogo Romano Guardini reservó para Dios mismo en la hora de su muerte: «¿Por qué, Dios, para la salvación los terribles rodeos, el sufrimiento de los inocentes, el pecado?»
0 comments:
Postar um comentário